
Me hago llamar Martin F. Martorell, aunque en el DNI pone Martín Fernández Crespo, y en el barrio simplemente Martín. No me he complicado la vida con los seudónimos.
Nací en Martorell (Barcelona) en plena transición al siglo XXI y pocos meses después del efecto Y2K. A los pocos años me trasladé a Ilche, un pequeño pueblo de Huesca donde tengo mis recuerdos más tempranos, como arrojar juguetes por la ventana. Pero no tardé en perder mi silla —y casi la infancia— y acabar en Sevilla, tierra de mis raíces familiares, donde resido desde entonces.
Mi primer contacto con los videojuegos fue todo menos épico. Nada de NES, ni Spectrum, ni Atari, ni Sega, ni haber jugado al Space Invaders en un bar: mi infancia digital comenzó con un PC de finales de los 90 que sonaba como una turbina de avión y tenía un fondo de pantalla turquesa. No sabía lo que era un procesador ni cuánta RAM tenía. Lo único que sabía era que, si tocaba el botón de apagado, mi padre me gritaría.
El primer videojuego que entró en casa fue uno que mi padre compró en un quiosco. Se llamaba «Contar y Agrupar». Un título tan apasionante como suena. Era uno de esos juegos educativos de Zeta Multimedia, filial de Grupo Zeta que editó durante los años 90 y parte de los 2000 títulos de DK Multimedia y otros sellos de software interactivo. El juego estaba protagonizado por un simpático pingüino y un oso cariñoso.
Casi al mismo tiempo llegaron otros títulos excelsos como «Mi increíble cuerpo humano» o «Mía – En busca del remedio para la abuelita». Juegos educativos de Zeta Multimedia que me entretenían mientras me hacían creer que estaba aprendiendo algo útil. Eran productos pensados para colarse en casas con la excusa del aprendizaje, y lo consiguieron, aunque les guardo un extraño cariño.
Sin embargo, si tengo que señalar mi primer recuerdo fuerte con un videojuego propiamente dicho, diría que fue «Toy Story 2», de Traveller’s Tales para PC. A ese le dediqué horas incontables. Otro título que también guardo con afecto es «102 Dálmatas: Cachorros al rescate», otra entrega de Disney que me marcó. Seguramente porque tenía un minijuego de golf que tenía una de las mejores melodías compuestas por la humanidad.
Contar todo esto como mis primeras experiencias en el mundo del gaming puede parecer poco épico o incluso triste desde fuera, pero esos fueron mis humildes orígenes de milenial, de los cuales no puedo ni quiero huir.
Mi primer contacto con una consola llegó en torno a 2005. Para entonces ya vivía en Sevilla, y recuerdo que visité con mi abuela la casa de mi tía. Allí, mi prima estaba jugando a «Crash Bandicoot» en una PlayStation (tuneada con una pegatina bien chula de la película «Bichos») conectada a un televisor de 14 pulgadas. Sabía que existía la PlayStation 2 porque salía en los anuncios, pero nunca había visto una PSX en funcionamiento. Aquello me generó una curiosidad que, aunque no entendí en su momento, plantó una semilla que germinaría con fuerza años más tarde: una especie de atracción inconsciente por el pasado de los videojuegos.

A finales de los 2000, como tantas familias tras la crisis, la mía atravesaba una situación económica relativamente modesta. La idea de adquirir una consola de nueva generación resultaba, simplemente, impensable. En mi círculo de amistades sucedía lo mismo. Lo habitual era tener una PlayStation 2. Yo también tuve una, modelo Slim, una de las primeras versiones que se sobrecalentaban y acababan quemando los fusibles internos. Después de varios intentos de reparación fallidos, acabó en un trastero, olvidada y polvorienta. Como una promesa rota o un proyecto de ciencias mal hecho.

No obstante, pasé horas incalculables de mi vida jugando a la Nintendo DS. De hecho, por culpa de Mario Kart DS no hice la comunión. Sí, como lo lees. Prefería desperdiciar mi tiempo desbloqueando todas las copas del Modo Espejo que ir a que me adoctrinaran a tan temprana edad en una creencia que ni me iba ni me venía. Si había que sufrir, que fuera por quedar en primer lugar en los circuitos, no por tragarse el catecismo.

Hasta 2010 no probé una Wii, y hasta 2011 no toqué una Xbox 360. Fue precisamente en 2011 cuando, gracias a unas buenas notas y recurriendo al clásico chantajismo maternofilial, mi madre me regaló por mi cumpleaños una Wii con el pack de Mario Kart Wii y el volante. Fue, sin exagerar, uno de los regalos más emocionantes que recibí en mi vida. Y el volante, aunque inútil, hacía que todo pareciera más impresionante.

Las Wii venían con un vídeo introductorio que mostraba las posibilidades de la consola conectada a internet. Una de ellas —y la que más me llamó la atención— era la posibilidad de jugar a títulos clásicos de Nintendo a través del servicio de Consola Virtual. La idea de poder acceder a juegos de hacía décadas me fascinó… pero claro, pagar dinero por juegos de hace más de 20 años no era justificable a ojos paternales. Buscando en internet descubrí la emulación en PC, que fue mi verdadera puerta de entrada al mundo retro.
Recuerdo como si fuese ayer la primera vez que ejecuté «Super Mario 64» en el emulador Project64. Me pareció increíble lo fresco y adictivo que era, a pesar de que el juego tenía ya 15 años. Aquella pantalla de título, esa música, ese universo 3D abierto… Me enamoré del pasado. Vi que ahí había algo más auténtico, más atractivo que muchas de las propuestas en ese momento, o al menos propuestas al alcance de mi economía.

Poco después me di cuenta de que aquellas consolas antiguas y sus juegos eran, por entonces, más asequibles que los sistemas actuales. Así que, sin ser plenamente consciente de ello, empecé a coleccionar videojuegos antiguos con apenas 11 años, para la desgracia de mis padres.
Mi interés por la historia del videojuego no tardó en intensificarse, especialmente después de ver el documental «Gameheadz: The History of Video Games». Me cautivó especialmente su primera parte, dedicada a los inicios de la industria. Creo que ello se debe a una inclinación innata que tengo desde muy pequeño por indagar en los orígenes de todo cuanto me rodea y en las historias del pasado, especialmente cuando se trata de sus comienzos. A esto se suma mi temprana fascinación por los años 70, una década marcada por profundos cambios sociales, políticos, culturales y tecnológicos, que terminaron por dejar una huella decisiva en mi personalidad.
Tras el visionado de dicho documental, no mucho después me hice una pregunta que me iba a marcar profundamente: ¿cómo y cuándo llegaron esos juegos a España?
Fue así como, tiempo después, en 2013 descubrí por primera vez en la web RetroMaquinitas de Marçal Mora la existencia de la Overkal, una consola española de los años 70, clon de la Magnavox Odyssey. Me dejó perplejo. Todo el mundo hablaba del «boom del videojuego en España» como si hubiese empezado en los 80, pero la historia empezaba mucho antes. Era la confirmación de que esa pregunta tenía respuesta, no obstante, detrás había todo un aura de misterio y desconocimiento que me resultaba fascinante, y que quedaba mucho por desentrañar.

Quería además tener una Overkal, un sueño que lo pude hacer realidad con tan sólo 15 años. Un contraste bastante irónico, en una época que mis amigos estaban ya transicionando a la PS4 y la Xbox One, y yo detrás de una consola rotundamente obsoleta y extraña de hacía más de 40 años.
Algún tiempo después, en diciembre de 2015, lancé una pequeña web llamada prehistoricgaming.wordpress.com. La idea era sencilla pero ambiciosa: compartir mis «investigaciones» y conocimientos sobre la prehistoria del videojuego, ese terreno casi inexplorado anterior a los años 80. Era un blog casero, modesto, pero fue el primer espacio en el que empecé a ordenar todo lo que estaba descubriendo. Publicaba artículos. Bueno, empezaba artículos. Tenía cierta costumbre en dejar los artículos a medias. Entre varios de los artículos que se llegaron a publicar, destaca una primitiva ficha de la Overkal.
En septiembre de 2015, me hice socio de la Asociación Sevilla Retro, organizadores de los eventos Retro Sevilla entre 2014 y 2019 en Dos Hermanas.De dicha organización nació tiempo más tarde Arcade Planet, el salón recreativo más grande de España, en el que a modo de voluntariado hacía tareas de mantenimiento y exhibición de máquinas clásicas. Pocas cosas igualan la sensación de estar rodeado de auténticas recreativas originales en funcionamiento.

Sin embargo, hacia los 17 años, atravesaba una crisis existencial que me obligó evolucionar. Me aparté completamente del mundo del videojuego. Dejé de jugar, dejé de investigar sobre ello. Me convertí en lo que ahora llamo, no sin algo de ironía, un pseudointelectual. Me obsesioné con el cine de autor, con el coleccionismo de discos, con lecturas densas y análisis existenciales. Cambié las consolas por DVDs de películas de Kubrick, Scorsese, Hitchcock y Wilder.

Consecuentemente también los cartuchos fueron sustituidos por viejos discos de soul, funk, disco y jazz fusión de los años 70. Aunque todo aquello me alejó durante un tiempo del mundo del videojuego, me aportó una valiosa perspectiva: la misma obsesión por saber la apliqué entonces a la música y al cine. Investigaba la historia de artistas, músicos, compositores, productores, directores, guionistas, actores, montajistas, fotógrafos y equipo técnico, así como la de estudios de grabación, distribuidoras, sellos discográficos históricos y sus ejecutivos. Esta etapa de investigador cultureta enfermizo forjó una parte esencial de la persona que soy hoy, y explica en buena medida mis metodologías actuales.
En junio de 2023, una noche calurosa en Sevilla, mientras intentaba pegar ojo volvió a mí una vieja fascinación: la Overkal. Me invadió una sensación de culpa y deuda pendiente por dejar aquel artículo sin terminar. Sentí que había dejado algo sin cerrar, y decidí volver al camino. Quería terminar lo que empecé siendo adolescente. Desde entonces, he retomado con más fuerza que nunca mi interés por la arqueología del videojuego y la recuperación de nuestra memoria lúdica.
Hoy tengo 25 años, soy técnico administrativo, coleccionista, autodidacta, y me dedico a investigar la historia olvidada de los videojuegos, especialmente en España. No soy periodista. No soy académico. Pero soy persistente y paciente. Busco conectar los puntos que nadie conecta, documentar lo que nadie documenta, y darle voz a los pioneros que el relato oficial dejó fuera. Quiero demostrar que a base de pasión y una sólida y consistente metodología sobran las titulaciones y las pretenciosidades para ganar credibilidad.
Y todo comenzó con un juego educativo de quiosco, y una PlayStation pirateada con una pegatina de «Bichos».
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